Calisto había generado un hábito。 Como mínimo, una vez por semana escaparía de casa en la madrugada e iría a cantar a esa desolada calle en espera de su persona especial。 Quizás si ella era capaz de reconocer su voz, quizás si ella era capaz de verlo brillar incluso en la oscuridad, él finalmente obtendría felicidad, como si de un milagro se tratara。
Elenio nunca supo por qué era tan especial para él aquel angelical niño que cada semana cantó con dulzura bajo la luz de la luna, pero, incluso si su corazón fue incapaz de comprenderlo, aceptó sin ninguna duda darle un lugar en su vida。 Y ese lugar fue tan excepcional, que ni siquiera el paso del tiempo pudo arrebatárselo。
Calisto fue la persona especial de Elenio。
Y Elenio, para Calisto, fue su verdadero milagro。